“El mar es mi jardín”: La historia de un surfista contra el plástico

Diego Borchers nació en Urdaibai, una de las mecas de ese deporte en todo el mundo, y cuida las orillas en las que ya disfrutaron las olas su padre y su abuelo, pionero del surf en el norte de España.


AMARÁS es una serie editorial sobre deportistas anónimos que narra su vínculo con el mar y su acción voluntaria por mantener las playas limpias de residuos plásticos.

Apenas levantaba un palmo del suelo, pero Diego Borchers ya miraba al mar. De niño, veía cómo su padre cogía las olas en Laga, la playa que le ha visto crecer, situada en el área natural de Urdaibai. Antes fue su abuelo, en una época, lejos del boom del turismo y de la popularización del surf, en la que todos los que portaban una tabla en ese pequeño paraíso vasco estaban unidos, casi como hermanos. 

Su abuelo fue uno de los primeros surfistas de España, y su hermandad fue la que acogió a Diego con los brazos abiertos cuando él mismo se lanzó a surfear. Era una aventura, cuenta, porque "cuando eres niño todo te parece más bonito, más especial". Dos décadas después de aquel acercamiento, eso sí, el amor por su costa permanece intacto y a veces sigue compartiendo esas olas con su padre. 

"El mar es como mi jardín", asegura el vizcaíno. Un jardín que se ensucia de forma más preocupante, tanto en la parte de la playa como entre las olas, que llegan a la orilla acompañadas de residuos plásticos en cantidades cada vez mayores. "Es cada vez más habitual ver plásticos en la orilla, y es bastante desagradable", apunta. 

La observación de Diego no es nueva -de hecho, es una de las alertas medioambientales que más dan que hablar en los últimos tiempos-, pero su reacción ante ella, desarrollada con total naturalidad, es todo un ejemplo. 

"Un día llegué al límite, pensé que esto no tiene sentido y tenía que hacer algo", explica. Y llegó a una conclusión tan lógica como infrecuente: "voy a empezar a recoger plástico".  

Y recoge, de forma incansable, cada vez que visita su playa. Su jardín, al fin y al cabo. "Aquí no hay tiendas ni centros comerciales", explica, "así que cuando salgo de trabajar voy a la playa". Casi 300 visitas al año. Las mismas jornadas de recogida de plástico. "Cada vez que estoy en la playa o en el monte me llevo todo el plástico que encuentro, sea un trozo o dos puñados. Llega el punto en el que no piensas quién lo ha tirado ni por qué; simplemente lo recoges y lo tiras al contenedor, sin culpar a nadie, sin ponerte de mala leche". Y sonríe. "A veces lo comparto en Instagram, para que, con suerte, sirva de ejemplo y motivación". 


Diego, en la playa de Laga. 
A la izquierda, en la actualidad; a la derecha, en el año 2000.

Los mensajes de Diego en esta y otras redes sociales van acompañados de fotografías que él mismo saca. Una afición que creció paralela a la práctica del surf y que también heredó de su padre. "He tenido cámaras a mi alrededor toda mi vida", cuenta. "A los 15 años me regalaron mi primera digital y eso, junto al hecho de estar siempre en el agua, derivó en querer mostrar mi punto de vista, cómo veo yo las olas", apunta. Algunos días deja la tabla en casa y sale a pasear y a capturar momentos desde la orilla. 

Otros días, cuando coge su tabla, siente que la playa donde creció es otra. "Antes, el surf era un deporte minoritario y había muy poca gente en el agua". Ahora, explica, la popularidad del deporte hace que sea más difícil repartirse las olas, siempre limitadas. 

Como respuesta al volumen de visitantes, muchas veces visita la playa cuando cae la tarde y ésta se vacía. "Es ahí cuando ves toda la basura que la gente ha dejado ese día", apunta. Es el momento concreto: antes de que pasen las máquinas que, cada noche, vuelven a limpiar la orilla. 

Esa hora de la tarde, más íntima y solitaria, es también el momento perfecto para sacar la cámara y descubrir los secretos del mar, que guarda momentos inolvidables. "Un día de junio, allá por 2010, el mar estaba en calma y aparecieron unos delfines", relata Diego. "Estuvieron allí unos minutos, a 20 o 30 metros, y solo estaba yo. Fue un momento muy especial". 

Esos instantes especiales son los que quiere salvaguardar. Para él, pero también para todos los que se acercan a disfrutar de Mundaka. "Tenemos más poder del que creemos", apunta convencido.

Por ello, intenta motivar a seguir sus pasos a quien se acerca a su historia. "Es una pasada. Si recoges un poco todos los días, al final se convierte en una cantidad muy grande de basura", explica. 

Señala también que hay mucho trabajo por hacer, tanto dentro como fuera de nuestras fronteras. "A veces el plástico llega desde el mar. Pasa aquí, pero también en la costa oeste de Estados Unidos o en una isla paradisíaca, donde el modo de vida local hace que se produzcan todavía más desechos", enumera. 

Quizá por ello sus fotos suelen estar acompañadas de textos en inglés, lengua universal con la que llegar a más personas. Porque el amor al mar y a la naturaleza tiene múltiples formas, pero está extendido en todo el mundo.

Puede que el gesto esté en nuestra mano y sea más sencillo de lo que pensamos. Puede que, simplemente, se trate de recoger esa botella que quedó abandonada en la playa de todos los veranos o en un paraíso recién descubierto. 

El compromiso de Coca-Cola con el cuidado de nuestras costas se tradujo en 2018 en la creación del programa Mares Circulares, mediante el cual se limpian más de 80 playas y entornos acuáticos en colaboración con 170 ONG, organismos y entidades y más de 5.500 voluntarios. 

BlueMedia Studio para Coca-Cola

Texto: Beatriz Langreo. Fotografía: Diego Borchers. Proyecto: Fedra Valderrey.